La abstracción del mundo. Raíces voluntaristas de la subjetividad jurídico-política
- Muñoz de Baena Simón, José Luis
- Fernando Longás Uranga Director
Universidad de defensa: Universidad de Valladolid
Fecha de defensa: 13 de junio de 2016
- Francisco Javier Peña Echeverría Presidente
- Estefanía Jerónimo Sánchez-Beato Secretario/a
- Francisco León Florido Vocal
- Ana María Marcos del Cano Vocal
- Joaquín Esteban Ortega Vocal
Tipo: Tesis
Resumen
El presente trabajo pretende mostrar que el pensamiento jurídico-político moderno se halla aquejado, desde su inicio en los siglos XIV y XV, de lo que denomino la enfermedad autoinmune de la Modernidad. Una paradójica enervación de todos los impulsos liberadores asociados a los derechos subjetivos y la libertad política, que conduce, indefectiblemente, a trasformar todo afán de liberación en un reforzamiento del Estado. Todo ello se debe a la absolutización y formalización del pensamiento jurídico-político características de la Modernidad, tanto en los modelos de tipo escotista (los de la filosofía política clásica) como en los nominalistas (fundamentalmente, los de tipo positivista). El planteamiento arranca de una tesis no novedosa: la de que todos los modelos teóricos generados en el ámbito jurídico-político durante la Modernidad, e incluso con posterioridad a ella, traen causa del inicial planteamiento teológico de la Escolástica tardía: la relación entre un legislador omnipotente y su propia obra. Más concretamente, la mediación de todo orden ético-jurídico por su artífice -divino o humano- y, como consecuencia, la reducción de todo orden cognoscitivo a formas y de todo orden volitivo a la pura facultad de querer, sin otro orden objetivo que el mandato de dicho artífice. La novedad de este trabajo está en sus desarrollos jurídico-políticos a partir de la tesis inicial, así como en su utilización del término formalista, pues sostiene que tanto las posiciones escotistas como las nominalistas pueden considerarse formalistas. Todas ellas son voluntaristas, todas invocan un dios más o menos escondido, en el sentido de que no se muestra a través de sus obras ni admite mediaciones. Todas ellas parten de la común constatación de un mundo disgregado, sin orden inmanente salvo el que emana del mandato, y ello las impulsa a buscar un orden vicario, que sitúan en la razón humana. Sólo así es posible neutralizar el potencial destructivo de un mundo privado de razón intrínseca, que requiere ser ordenado re-constructivamente desde fuera. Eso es lo que los hace formalistas: su olvido de la materia, del acto, de la relación y la institución. Su empeño en levantar una explicación del mundo que, utilice el camino que utilice, no podrá hollar sino los caminos de la forma, del objeto formal que explica lo real epistemologizándolo, no pocas veces sometiéndolo. Los escotistas interponen formas reificadas para evitar el caos de un mundo sin orden intrínseco, los nominalistas disuelven todo ser en el lenguaje. Unos y otros son formalistas, incluso los materialistas lo son; pues la escisión de materia y forma siempre es un formalismo, ya formalice la forma, ya la materia. Estos modos de pensamiento presiden toda la Modernidad, a través de una absolutización y formalización continuas. El resultado es siempre un sistema de conocimiento y de poder, siempre tendente a obviar -y no pocas veces sepultar- al sujeto que pretendía liberar de la opresión, del otro, de su misma ignorancia. Este destino es trágico, pues se halla impreso en el empeño ilustrado de reordenar lo social y político, que siempre tiene un carácter absoluto: y la absolutización procede abstrayendo el mundo de las relaciones, las instituciones, los fines, las cosas. La subjetividad jurídico-política de los dos últimos siglos se muestra así como el despliegue de un subjetivismo siempre inestable en su diseño y su escala (ya liberal, ya absolutista o, en el XX, totalitaria), que hace bascular lo jurídico desde esa aparente subjetividad triunfante hasta el Estado o el sistema. Por ello, puede sostenerse que la Modernidad ha instaurado una lógica dialéctica incapaz de construir un discurso realmente liberador, ya que la proliferación de individuos a los que nada real une -salvo, acaso, el mercado- conduce al intento continuo de buscar un orden, tan abstracto como ellos, que los trascienda. La evolución de ese proceso genera siempre formas cada vez más separadas de las cosas. De él traen causa tanto el sujeto (individual o colectivo) como el Estado, en un ajuste que adopta sucesivos perfiles y que se puede definir como un juego de suma cero: lo que uno lo gana, el otro lo pierde. En efecto, toda la evolución de las teorías jurídicas y políticas del XX se urde sobre dos subjetividades: el sujeto (individual o colectivo) y el jurídico-estatal (tras el modelo hegeliano, jurídico-administrativo). Ambos son construcciones, imputaciones: la persona física no lo es menos que la jurídica o política. Desde esta comprensión del problema, resulta coherente sostener que cualesquiera formas adoptadas por los derechos subjetivos en el ámbito teórico alemán, desde los denominados naturales hasta los fundamentales, no pueden ser mostradas sino como derivaciones concretas del sistema, gestadas, por así decirlo, en sus intersticios. Su referente no es otro que el poder, el mandato constituyente del mundo jurídico-político previamente evacuado de su sustento natural. Los derechos subjetivos resultan, como el propio Estado, de la evolución de la subjetividad moderna, escindida, discreta, a partir del nominalismo; son, como él, el resultado de un mundo que se construyó, quebrado el orden medieval, a la escala del sujeto. No hay en ellos, pues, nada eterno ni natural, sino historia: la historia de sucesivas construcciones e imputaciones. La propia naturaleza que los respaldó durante la filosofía política clásica es un principio, creado para respaldar a un dios concebido al modo fideísta. En nuestro mundo actual, la situación no ha cambiado: la primacía del sistema se hace patente en el hecho de que los modelos subjetivistas y estatalistas, los centrados en los derechos subjetivos y aquellos que se basan ante todo en el control social, responden por igual al patrón abstractivo y ficcional, absolutizador. El carácter totalitario de la Ilustración que sostuvieron Horkheimer y Adorno se ha confirmado: el totalitarismo no puede considerarse una corrupción o desviación del Estado moderno, un paso atrás en el proceso de implantación de los derechos, sino uno de los cursos posibles de dicho proceso. La pretensión ilustrada de abarcar y explicar el entero mundo mediante construcciones formalizadas, de lograr una explicación total de la realidad, encuentra su más radical manifestación, precisamente, en el totalitarismo. Barcellona no erró al afirmar que el individuo libre de la Modernidad es el trasunto del Estado absoluto; pues el triunfo de la subjetividad abstracta, funcional, se predica tanto del sujeto individual como del estatal. Tras ellos, como tras nuestro mundo hipersubjetivista y, sin embargo, hiepercontrolador, está el sistema.